La silla vacía
Sólo por diversión.
Mezquindad cachaca. Así califico a un asco particular que con frecuencia se dibuja sobre los rostros y los movimientos corporales de los habitantes del hábitat que de manera natural se forma al interior de buses, microbuses y articulados de la ciudad de Bogotá.
Les he escuchado comentar a algunos de estos especímenes que lo que les espanta del espectro de un asiento recién abandonado es la posibilidad de recibir una cálida transmisión de amebas, o adquirir uno de esos males célebres e invisibles de la Colombia de mi infancia: las hemorroides. Seré yo demasiado pedante pero ¿Qué daño a la salud puede derivarse de exponer a un humilde derrière promedio criollo a los 30 grados que puedan quedar fugazmente impregnados en un asiento de vehículo-de-servicio-público? Por el otro lado ¿Amebas? Yo estaría más preocupado por la más típica de las vías de transmisión de Amebas, ese ciclo cerrado que comienza en la boca y no quiero describir por qué extremo retorna a ella.
Señor cachaco : no pasa nada, no le va a pasar nada si no honra los sagrados treinta segundos en que, incómodo, se suele sentar a medias, apoyada su espalda sobre el espaldar del asiento maldito y competido, flexionadas sus rodillas en un ángulo excesivamente abierto, sólo para que su beatífico e inmaculado trasero no roce ese calor que para una mente tan creativa como la suya no puede ser señal sino de la presencia persistente del último de sus ocupantes. Es cosa sabida que los espíritus, las almas y demás especies del mismo género son de constitución etérea, no corpórea, así que, no se mortifique la mente dándole más vueltas a lo que pueda significar sentarse sobre la imaginada presencia persistente de ese último ocupante muy probablemente despistado, afanado o aplastado como todos por la muchedumbre.
¡Es sólo calor por Dios! radiación, electrones exitados por una fuente de calor por demás bastante débil, por lo menos no haga esa cara hipocondríaca de asco de quien siente perder días de vida por tener que padecer el suplicio de sentir que sus posaderas aumentan unos cuantos grados de temperatura con respecto al frío inclemente de las calles de esta ciudad.
Mezquindad cachaca. Así califico a un asco particular que con frecuencia se dibuja sobre los rostros y los movimientos corporales de los habitantes del hábitat que de manera natural se forma al interior de buses, microbuses y articulados de la ciudad de Bogotá.
Les he escuchado comentar a algunos de estos especímenes que lo que les espanta del espectro de un asiento recién abandonado es la posibilidad de recibir una cálida transmisión de amebas, o adquirir uno de esos males célebres e invisibles de la Colombia de mi infancia: las hemorroides. Seré yo demasiado pedante pero ¿Qué daño a la salud puede derivarse de exponer a un humilde derrière promedio criollo a los 30 grados que puedan quedar fugazmente impregnados en un asiento de vehículo-de-servicio-público? Por el otro lado ¿Amebas? Yo estaría más preocupado por la más típica de las vías de transmisión de Amebas, ese ciclo cerrado que comienza en la boca y no quiero describir por qué extremo retorna a ella.
Señor cachaco : no pasa nada, no le va a pasar nada si no honra los sagrados treinta segundos en que, incómodo, se suele sentar a medias, apoyada su espalda sobre el espaldar del asiento maldito y competido, flexionadas sus rodillas en un ángulo excesivamente abierto, sólo para que su beatífico e inmaculado trasero no roce ese calor que para una mente tan creativa como la suya no puede ser señal sino de la presencia persistente del último de sus ocupantes. Es cosa sabida que los espíritus, las almas y demás especies del mismo género son de constitución etérea, no corpórea, así que, no se mortifique la mente dándole más vueltas a lo que pueda significar sentarse sobre la imaginada presencia persistente de ese último ocupante muy probablemente despistado, afanado o aplastado como todos por la muchedumbre.
¡Es sólo calor por Dios! radiación, electrones exitados por una fuente de calor por demás bastante débil, por lo menos no haga esa cara hipocondríaca de asco de quien siente perder días de vida por tener que padecer el suplicio de sentir que sus posaderas aumentan unos cuantos grados de temperatura con respecto al frío inclemente de las calles de esta ciudad.
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