Taxis
Esta mañana, como todo habitante de Suba en Bogotá, padecí la protesta de los taxistas. Mientras caminaba junto a mi hermano por la avenida Suba, los dos impresionados por la imagen de una multitud de peatones usando con naturalidad las "calzadas exclusivas de transmilenio", alcancé a preguntarme por la dificultad que tenemos en Colombia de protestar con vehemencia, claridad y propuestas, sin usar las tradicionales "vías de hecho". Caminé alrededor de una hora y media para llegar a donde tendría lugar mi entrevista laboral y me avergoncé de haber desarrollado una vejiga en la planta de mi pie izquierdo. ¡Qué nena! pensé para mis adentros, ¿Qué sería de mí si me hubiese tocado vivir un milenio antes? Me harían falta unos cuantos callos viriles... En fin, el tipo de monólogo que se presenta en mí cada vez que la fragilidad de mi cuerpo se hace patente. Un par de horas más tarde, camino de regreso a mi casa, en el lugar en que estoy almorzando últimamente, tuve la oportunidad de oir noticias, de entender el sentido del acto de solidaridad y repudio espontáneo, imprevisto aún para sus ejecutores, y por tanto, desorganizado, del que acababa de ser testigo... me conmoví. No duden que la muerte de un taxista tiene que ver conmigo así como tuvo que ver con sus compañeros. Incluso, en ese momento la ampolla de mi pie izquierdo dejó de avergonzarme como prueba de mi debilidad, para empezar a ser un testimonio de los minutos que ya no me importa haber perdido esta mañana, porque gracias a ellos fue posible hacer parte de un acto espontáneo de repudio de un asesinato que es muchísimo mejor si no se incorpora silencioso a un largo listado triste, infame e intolerable.
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