La palabra

El sacerdote, como era de esperarse, era un idealista. Pensaba que de los labios de quien entiende el verdadero poder del verbo, de la palabra, emanaba el mundo, cuya creación no tendría fin.

Él creería, por tanto, que la vida necesita de enamorados, puesto que ellos no serían los ilusos que la gente piensa, sino los responsables de que el mundo sea también un poco como ellos lo viven. Es así como un enamorado no sería aquel que evade la realidad, sino aquel que introduce en ella fenómenos de ternura, que compiten con la destrucción efectiva por un mayor peso en el instante en que alguien define y estatiza momentánemente el mundo en un juicio o en un concepto.

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